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martes, 22 de junio de 2010

Cándido Mercedes

Como dice José Saramago, en su Ensayo sobre la lucidez “no es necesario tener un doctorado en suspicacia o un diploma en desconfianza”, para darnos cuenta de que en realidad vivimos anclados como sociedad.
Es cierto, somos una sociedad diferente. La sociedad de hoy, está a una distancia asombrosa, cuantitativamente, de las sociedades de hace 10, 20, 30 y 40 años. Sin embargo, tenemos los mismos problemas estructurales de esos años.
La fisonomía social lleva sobre sus hombros huellas profundas de ayer; improntas no resueltas; con vasos comunicantes de un corpus social sumergido en las luces del siglo XXI, sin preámbulo ni epílogo. Es una mezcla entristecida de tres agendas de necesidades que recrean en la realidad tres sociedades al mismo tiempo; sin encontrar eco de soluciones en cada una de ellas.
Todo lo que no perece, se adapta, crece; se construye, pero no vive; no se recrea sobre la verdadera esperanza del amor. Su cuerpo no es uniforme, su cabeza no guarda relación con sus años. Parecería que cada una de las partes del cuerpo, no son del cuerpo mismo. Es sólo que ese crecimiento, ese creer que somos una sociedad del siglo XXI, choca con las paredes de la realidad, que nos hace despertar para preguntarnos, ¿no es posible asumir la ética del amor y la solidaridad para que el cuerpo de la sociedad dominicana encuentre más que el crecimiento, el desarrollo?
Nos encontramos con el titular del Periódico Hoy del lunes 21 de junio: “22 perecen electrocutados en 6 meses de este año”. Una noticia que nos lacera el alma, que nos entristece y que constituye una expresión de los primeros años del siglo XX. Una noticia que no produce consecuencias positivas para la sociedad ni para los familiares de aquellos 22 seres humanos que murieron.
Un Estado en entropía, cuyo Poder Ejecutivo concibe la modernización sólo a través de infraestructuras no priorizadas. La visión del Ejecutivo es la modernización sin modernidad. La modernidad es el verdadero desarrollo de la gente y éste sólo es posible con más educación, más salud, más viviendas para los sectores más vulnerables, más acueductos para el consumo de agua potable.
Todo ello es posible. El Presidente, el estadista Luz Ignacio Lula Da Silva, quien llegó a un cuarto de la primaria, dirigiendo el país más grande de América Latina, con el mayor grado de desigualdad, logró sacar de la pobreza a 29 millones de brasileños. El coeficiente de Gini de aquel inmenso país disminuyó de 0.656 a 0.535 en 5 años. El coeficiente de Gini, mientras más se aproxima a 1, mayor es la desigualdad en un país determinado. Como sentenció el gran estadista Konrad Adenauer: “Todos vivimos bajo el mismo cielo, pero no todos tenemos el mismo horizonte”.
¿Qué ocurre en nuestra sociedad que desde el Estado mismo se propicia la desigualdad? La pobreza ha disminuido, empero, sigue siendo muy alta; para algunos un 33%, para otros cercano al 45%. En ambos casos, no es algo que se pueda exhibir, sobre todo, cuando sabemos que en ese interregno la desigualdad creció. En Dominicana, el 20% más rico tiene el 60% de todo lo que se produce; en cambio, el 20% más pobre apenas tiene el 4%. Una persona situada en el quintil más rico tiene entre 22 a 26 veces más que aquella persona que se encuentra en el quintil más pobre. En los países nórdicos (Suecia, Suiza, Noruega, Dinamarca) la diferencia entre el que más tiene y el que menos tiene es de 3 a 1, en Corea del Sur de 4.5 a 1, en Japón de 6 a 1 y en Estados Unidos de 13 a 1.
En nuestro país de cada 100 pacientes que llegan a los hospitales públicos, 30 salen con otra enfermedad que no fue la causa por la que ingresaron. En los jóvenes hay una pandemia de desafiliación institucional; esto es, ni trabajan, ni estudian, “ni hacen de nada”. No se encuentran haciendo vida social desde la sociedad misma pues, se encuentran excluidos del andamiaje societal.
Para salir de esa mazmorra se necesita invertir más en Capital Humano, es la única posibilidad de generar ilusiones, de construir expectativas que hagan viables los sueños y esperanzas de las personas, de que comprendamos y entendamos que la persona es el centro rector de toda política que propicie más capital social y, por ende, más cohesión social.
Estamos construyendo y reconstruyendo una sociedad cada día más reducida en sí misma, en una especie del síndrome de la desesperanza aprendida, donde sólo el devenir de nuestras acciones con nuevas actitudes y con más sensibilidad, permitirá crear una sociedad cada vez más antropocéntrica. El fin de la vida, ya lo decía Robert Louis Stevenson, “Es ser lo que somos, y llegar a ser lo que somos capaces de llegar a ser”. Ser, en esencia es trascender y sólo trascendemos cuando nos damos a otros de corazón, cuando el entorno o la sociedad que nos ha tocado vivir la dejemos mejor que cuando la encontramos. Si no es así, nuestra estadía terrenal no tuvo sentido. El ritmo del sentido de la historia no hizo historia, sino cuentos, excusas, anécdotas, páginas que se van borrando conforme el tiempo pasa en el sepulcro de su propia fábula.
Por eso, al igual que Simone de Beauvoir, en su Ensayo Final de Cuenta, nos preguntamos ¿Cómo se hace la vida? ¿Qué proporción de tu vida es parte de la necesidad, qué proporción es parte de la circunstancia, qué otra es parte del azar y qué parte es una selección consciente de tu existencia?
Esa selección consciente nos dará la necesaria esperanza renovada, que se cristaliza en los sueños de ver un día en que los funcionarios públicos puedan ir ellos y sus hijos a un hospital público o mandar con orgullo a sus hijos a una escuela pública.
En definitiva, esperamos ver el momento cuando comencemos a romper las cadenas que nos anclan y nos mantienen sumergidos en tres agendas, difíciles de codificar, pero posibles de cambiar. El “optimismo de la inteligencia con el optimismo de la voluntad”, sumado a la inteligencia existencial, nos invitan a comenzar a caminar de una manera diferente.