Jamás por miedo. Menos porque el soborno haya pasado mis puertas o porque yo, motu proprio, sea desde esa época parte del negocio.
Pero hay historias que enseñan.
En los noventa del siglo recién pasado llegó a mi pueblo, Pedernales, un hombre joven con aura de Mesías. Dizque era un filántropo que había decidido dejar el tedio de Nueva York para ayudar con sus millones a los pobres de estas tierras de la frontera dominico-haitiana. Decía llamarse Moisés. Doctor Moisés Marchena. El nuevo huésped consiguió no solo lo que todo visitante logra en una comunidad como la mía: una exagerada acogida. En pocos días la vida cotidiana toda giraba en torno a él. Pese a su arrogancia y apetitos extraños, políticos, legisladores, periodistas, funcionarios, pobres y no muy pobres, mujeres y hombres, mujeres adultas, mujeres menores, policías, se arremolinaban a cualquier hora para besar sus pies en su hotel, adaptación que hizo de uno de los edificios de apartamentos comprados.
Alrededor de su piscina se tejieron historias que pasman. Acostado en una tumbadera, cuentan, las damiselas llevadas sin rubor por los áulicos, utilizaban cualquier método para apacigüar sus ímpetus sexuales. Los mozos vestidos para restaurantes parisinos, le atendían sin descuidar un segundo, salvo que quisieran su cancelación. El final siempre era “todos a la piscina”; orden que nadie osaba desafiar.
Él era un rey, una especie “Fresita, el del “Cartel de los Sapos”. Había comprado en cuestión de días medio pueblo. Camino a la playa, casi un barrio entero cayó en sus manos a golpe de pesos. Apartamentos y casitas construidas por el Gobierno de Balaguer para damnificados, de repente eran compradas… o compradas. Frente a él no valía apelación. Ni siquiera la nostalgia de un ranchito propio conseguido a golpe de lamentos.
De las tierras con potencial turístico para él, ni hablar. Cuentan que enriqueció a Luís Morales, un pintoresco hombre que se ha pasado la vida en chancleta. Dicen que le compró por más de un millón un conuquito que había heredado a unos cuantos metros de la costa, en el mismo pueblo. También depredó manglares en Bucanyé, donde instaló un oculto centro de operaciones que, por la presión, fue desmantelado por las Fuerzas Armadas. En contubernio con autoridades locales y nacionales, se apropió del entorno de Bahía de las Águilas…
Marchena era todo. Si se hablaba de deportes, incluido el nunca visto Triatlón, Marchena. Si un acto oficial, Marchena. Si una aspiración a síndico o legislador, Marchena. Si un empleo, Marchena. Si un padrino para el hijo, Marchena. Si una receta, Marchena. Marchena el héroe, el que caía preso por alguna calentura cerebral y gritaba a todo pulmón que quienes tenían compromiso con él, debían sacarlo de la cárcel; el mismo que, con la santa venia de periodistas que hoy organizan manadas de moralistas, organizaba actos lujosos de reconocimiento a los provincianos “más destacados” y pretendía comprar con cheques en blanco a quienes, desde la acera del frente, resistieran asistir a tales rituales de alabanzas.
A tiro de pesos Marchena borró de un foetazo su condición de forastero. Hasta la hora de su extraña muerte en la cárcel, varios periódicos y comentaristas le atribuían origen Pedernalense; no sé si por ignorancia o porque él, con todo su poder, así lo había ordenado a mediadores locales y capitalinos.
Como reportero investigador de Ultima Hora, y como nacido y criado allí, siempre estuve en la acera del frente. Creí que era la posición de principios, pese a cualquier riesgo. Pero cuando volví la vista atrás, estaba solo. O casi solo. Como solo ha quedado Marchena desde el mismo día cuando lo declararon muerto en La Victoria, mientras su clan ha seguido en las mismas con otros Marchena, con el aplauso estruendoso de autoridades y una complicidad social enrevesada que uno desconoce de donde saldrá el alacrán venenoso.