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miércoles, 3 de octubre de 2018

Marta Quéliz
martha.queliz@listindiario.com
Santo Domingo
Él era el muchachito de “mandao” de la iglesia. Su apariencia lo dice. Se ve dócil y cooperador aun hoy a sus 23 años. Fue a los 14 cuando se convirtió en víctima de pedofilia por parte de un religioso.
Es un joven educado y saluda con amabilidad. Al parecer, el haber sido abusado sexualmente no acabó con esos buenos modales que asegura aprendió de su madre. “Bueno, disculpen la facha, estaba trabajando y salí antes para juntarme con ustedes, pero ahora con esto del aumento del pasaje, no hay muchos vehículos... En fin, eso no es lo que a ustedes les interesa”, sonríe como queriendo ocultar la vergüenza que le proporciona saber que se aproxima a compartir un triste secreto.
Con 240 libras, el protagonista de esta historia no para de caminar mientras va contando lo sucedido aquella mañana de mayo cuando junto a un grupo de jovencitos se aprestaba a dar los últimos toques al altar. Con ello se daría inicio a la celebración de las fiestas en honor a la virgen María.
“Me llamó por mi nombre completo, una cosa que todos me decían mi apodo. Con respeto lo sigo hacia donde él iba caminando y le iba dando los detalles de cómo habíamos hecho todo para la celebración. Noté que no me estaba prestando atención, y luego me di cuenta por qué”, hace una pausa y traga en seco como se dice popularmente.
Su intención evidenciaba que estaba por abandonar la historia. “¿Crees que sería prudente darme un segundo”, apenas pudo responder. “Es difícil, sabes”, se repone un poco.
Prosigue: “Yo lo noto callado y raro. Y creo que es porque hicimos algo malo, pero de pronto me entra para el baño que hay cerca de la sacristía. Comienza a manosearme, y le pregunto: ‘¿Qué es padre, que le pasa, dígame qué le pasa?’, todavía no quiero perderle el respeto sin darme cuenta que ya él me lo había perdido a mí”, respira profundo, se rasca la cabeza, se acomoda la camisa, y se nota tan inquieto como de seguro estaba aquel día.
“Me bajó el pantalón con una furia. Parecía otro. No me hablaba, me puso una mano en la boca para callarme, y...”, no dice nada más. Las lágrimas habían aparecido haciendo uso del protagonismo que este joven le había dado en su historia.
Sin parar de llorar, continúa. “Me violó, me violó, me violó...”, repetía como si al decirlo se deshacía de todas las frustraciones que lleva por dentro desde hace nueve años. Qué si hubo amenazas tras el abuso, era la pregunta que correspondía. Sí, respondió aun llorando. “Ese pichón de Satanás, me dijo: ‘¿Tú sabes que yo tengo un arma, verdad? Con eso te digo todo. Ah, y por supuesto, nadie te lo va a creer’. Eso me dijo el cura al que todo el mundo le confiaba sus hijos”, dice con una evidente tristeza.
Quería que se le hicieran las preguntas de lugar porque aunque se fuera en llanto estaba dispuesto a revelar su historia. “Lo que quiero con esto es que sepan que no son solo las denuncias que se quedan “engavetadas” o a las que se les dan curso las que dicen que estos casos suceden. Son las vivencias de gente como yo, sin infancia, sin felicidad, sin vida por culpa de un malnacido que escondía bajo su sotana al más cruel de los monstruos”, ahí deja que aflore una firmeza que por primera vez hace asomo.
Ese día, se fue a su casa con “dolor de cabeza”, según dijo a sus compañeros para despistarlos de la realidad. “No sé si algunos de ellos había pasado por lo mismo en ese entonces. Aunque se dijo que la lista era larga. Bueno, prefiero quedarme con las dudas de cuántos para sentir menos dolor y rencor”. Lo cuenta mientras pide permiso para ir a la cocina en búsqueda de un poco de agua. Brinda. “¿Quieren un poco?”. No, fue la respuesta. “Yo tomo mucha agua, porque a los pasaditos de libras nos da mucho calor”.
Dejó la iglesia
El caso es que dejó de ir al lugar que hasta ese día era su refugio preferido. “Creí que así me zafaría de él, pero no”, vuelve a llorar, esta vez con una evidente nostalgia. Retoma el tema: “No se conformó con acabar con mi inocencia, con destruirme como persona, con quitarme lo que más me gustaba, que era la iglesia. Es más ,yo quería ser sacerdote”, descansa. “Él acabó con todo. El caso es que como a las dos semanas del suceso mandó a una hermana de la comunidad a buscarme para él hablar algo conmigo, dizque que yo iba a ser su mano derecha. Le dije que no, pero ella insistió”, vienen los recuerdos, y eso evidentemente lo aturde.

Mueve la cabeza de un lado a otro, y la deja agachada mientras termina esa parte que se le ha hecho tan difícil contar. “Accedí a ir para decirle que no me molestara, y que si no me dejaba tranquilo, iba a hablar. Se burló de mí. Me chantajeó diciéndome incoherencias que yo, muchacho al fin, ni entendía. Me entró de nuevo al baño, esta vez a la fuerza pura, me amarró un trapo en la boca, y abusó de mí por segunda vez. Mientras lo hacía me decía: Tienes que entender que tú me gustas así gordito’, eso me repetía”, ahora el llanto regresó, y de verdad, fue fuerte ver su estado de ansiedad, desolación, frustración... Uffff qué dolorosa esta escena.
En lo que se espera el tiempo necesario para continuar el relato, el joven que producto de aquel daño vino a vivir a la Capital, y que hoy trabajaba en un taller de mecánica, hacía ademanes para comunicar que se le aguardara un tiempo más. Había que entenderlo. Era la primera vez que hablaba de un tema que lo mantiene “muerto en vida”.
EL CURA TAMBIÉN ABUSÓ DE UNA MADRE
Pese a la amarga experiencia que ella vivió, la madre dejó que él siguiera yendo a la iglesia porque siempre le decía que quería ser cura, y entendía que no tenía derecho a destruir sus sueños. “Nunca imaginó que era otro quien había roto esos anhelos. Yo siempre le preguntaba a ella que por qué había dejado de ir a misa, que dónde estaba su fe. Siempre me respondía lo mismo: ‘Yo solo creo en el Señor’. Eso me decía y me dejaba complacido”, cuenta.

Cuando él tenía como 12 años fue que ella dejó de ir a la iglesia. Es decir, explica el protagonista de esta historia, que cuando abusó de él a sus 14 años, hacía alrededor de dos años que había violado a su mamá. “Realmente, a ese hombre que ahora debe estar en el infierno dando sus cuentas, no le gustaban las mujeres, pues se descubrió que era un pedófilo en potencia. No sé por qué le hizo eso a mi mamá y sabrá Dios a cuántas más”, hace conjetura.
Aunque era menor de edad, él mismo tomó su decisión de no volver a la parroquia. Abandonó su sueño de estudiar mucho, hacer todo lo posible para ir al Seminario y convertirse en un sacerdote para evangelizar a su pueblo. Jamás ha vuelto a misa, aunque admite, al igual que su madre, que sí cree en Dios. Aún conserva en su cuello un crucifijo que da sentido a lo que dice.
 “La bomba explotó”
La denuncia de dos casos de igual número de menores abusados por el cura del pueblo, ante las autoridades religiosas, dio pie a que se conocieran muchos otros más. “Cuando la bomba explotó, yo callé y mi mamá también. De eso hace unos nueve años. Sabrá Dios cuántas personas más hicieron lo mismo”, dice con tristeza.

Recuerda que ese día una comisión de la comunidad del pueblo fue a hablar con él, pero no le atendió. Mandó a decir que estaba ocupado, que volvieran al día siguiente. “Los que fueron hicieron guardia, pero no salió ni a visitar a los enfermos como acostumbraba a hacer después de misa”. En esta ocasión no llora, pero pasa un largo rato callado. Cuando lo entiende pertinente pide disculpa.
“Qué cosa la vida ¿eh?”, se pregunta. “Tantos temas fuertes que hemos hablado, tantos secretos que le he contado, y sin embargo, lo que más me duele decir es que yo lo vi a la mañana siguiente de que fuera la comisión a hablar con él. Yo iba para la escuela y vi cuando se montaba en su vehículo, con maleta en mano, y no dije nada, me quedé callado...”, se arrepiente y lo deja saber cómo si quisiera devolver el tiempo.
Fue trasladado y años después murió
Luego de mandar una comunicación a las autoridades eclesiásticas, al tiempo se enteraron en el pueblo que “su querido cura” había sido trasladado a otro lugar del país. “Lo mandaron para otro sitio sabiendo por qué no podía volver a donde estaba. Era como una recompensa a sus malas acciones. Y digo recompensa, porque allí iba a encontrar carne fresca, nadie lo conocía, e igual que como hizo con nosotros, se ganaría la confianza de la gente para luego ejecutar su obra: abusar de los menores”.

Hubo gente que dejó de ir a la iglesia por un largo tiempo hasta que se dieron cuenta de que el sacerdote que le habían asignado era un padre con vocación de servicio y con valores. “De hecho así lo ha demostrado. Porque tengo que ser honesto, hay muchos curas que son serios, que nacieron para servirle al Señor y al prójimo, pero hay escorias que se escudan en la religión para hacer realidad sus más asqueantes deseos”, al pronunciar esta frase mira al equipo de LISTÍN DIARIO buscando su aprobación.
No se alegra del mal de nadie, y mucho menos de la muerte de un ser humano, pero admite que sintió un gran alivio cuando supo que aquel cura que le había arrebatado su inocencia a él, a otros niños, y por si fuera poco, a su mamá, había fallecido. “Créeme, no es que con esto pagó lo que hizo, es que con su muerte se salvaron sabrá Dios cuántos menores más”, concluye, y se levanta de la silla para despedirse y darse el baño que se había prometido para quitarse de encima tal vez, uno de sus días más difíciles de su vida, aunque liberador.
DOS SECRETOS EN UNO
Pasó alrededor de un mes para que fuera abandonando el miedo a las amenazas hechas por su verdugo, y lo peor, para que se vistiera de valor y decidiera contar a su madre su gran verdad. Ese día le tenía a su progenitora las respuestas a las tantas interrogantes que durante todo ese tiempo ella le hacía.

“Mi mamá y yo somos amigos, nos conocemos el uno al otro desde que yo tengo uso de razón. Yo comencé a ir a la iglesia desde chiquitito por ella”, cuenta con tranquilidad para ir fortaleciéndose para el siguiente paso: desenmascarar al cura. “Bueno, ese día me dije: Prefiero morir sabiendo que él pagará por lo que me hizo a que siga matando en vida a otros jóvenes como yo. Hoy por fin me quitaré ese peso de encima”, se dijo. “Mami quiero hablar algo con usted cuando pueda”.
La respuesta de ella fue según él cuenta: “Yo siempre puedo, pero voy donde mamá que me mandó a buscar para que la ayude a hacer una escoba y vengo de una vez”.
Volvió rápido, comenta. “Parece que sabía que era algo serio, pues desde el primer día que me pasó lo que me pasó, ella me preguntaba y yo trataba de esquivarla. Me ponía a leer, que penosamente fue él quien me enseñó la importancia de hacerlo, por eso es que hablo así”, se refiere a su dicción casi perfecta. Eso le agradece.
Cuando se sentaron a conversar, ella en la cama y él en un silloncito contiguo, la madre no espero palabra alguna para irrumpir en llanto.
“Mi semblante, mis lágrimas, mi vergu¨enza, todo yo, le dejaron claro que había sido víctima de abuso”. Para su sorpresa, la entristecida mujer, también tenía algunas revelaciones que hacerle: “Habla mi hijo sin miedo. Yo puedo imaginar lo que te pasó, yo también pasé por eso”, al hacer esta cita se para y vuelve a la cocina por agua.
Regresa con un vaso azul en la mano izquierda y en la derecha con un cuchillo. “Este era el que yo tenía que coger para ese esbirro, este era...”, sostiene moviendo el arma blanca. “Esta vez no por lo que me hizo a mí, sino por lo que le hizo a mi madre. Por si no entendieron, eso fue lo que mi mamá me dejó claro, que ese malnacido también abusó de ella”. Siempre han vivido solos. El padre de este joven abandonó a su mamá cuando ella estaba embarazada.