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lunes, 18 de mayo de 2015

La investigación del veterano reportero Seymour Hersh sobre la muerte de Bin Laden suscita dudas sobre su credibilidad por el uso de fuentes anónimas e indirectas
Las exclusivas de Seymour Hersh (Chicago, 1937), desde los años sesenta hasta hoy, radiografían los traumas, los pecados, las mentiras de Estados Unidos. Desde las atrocidades en Vietnam a los abusos en Irak, Hersh es el cronista de la historia secreta de su país, la que ningún gobernante querría que se conociese. Lo suyo consiste en reventar mitos. El más reciente, el de la muerte de Osama bin Laden en mayo de 2011.
En una investigación recién publicada en la revista británica London Review of Books, el veterano periodista desmonta la versión de la Administración Obama. Sus conclusiones, basadas en fuentes anónimas o no implicadas directamente en la operación, son difíciles de verificar. Sus métodos periodísticos reciben críticas. Se cuestiona su credibilidad. Otro mito peligra: el del propio Hersh, junto a Bob Woodward, el gran sabueso de su generación.
Hersh y Woodward coincidieron en la investigación del Watergate. El primero, para The New York Times. El segundo, para The Washington Post, con su colega Carl Bernstein. Ambos se parecen en la minuciosidad de sus investigaciones y el acceso a las fuentes. Divergen en la actitud.
Después de precipitar la caída del presidente Richard Nixon por el caso Watergate, Woodward se convirtió en un insider, un hombre que explicaba el poder desde dentro y seguía la tradición del periodismo estadounidense que no toma partido y preserva la imparcialidad. Hersh sigue otra tradición, la de los muckrakers, los reporteros-activistas que a principios del siglo XX combatieron la corrupción y los abusos del capitalismo salvaje. Periodistas que toman partido.
“Mentir en los altos niveles sigue siendo el modus operandi de la política de Estados Unidos”, escribe Hersh en London Review of Books. Woodward difícilmente escribiría esto. Hersh va por libre y siempre a la contra. Su revelación de las atrocidades en My Lai, publicadas durante la guerra de Vietnam en noviembre de 1969, cuando era un periodista freelance de 32 años, contribuyó al cambio en la opinión pública estadounidense sobre aquel conflicto.
“Mentir en los altos niveles sigue siendo el modus operandi de la política de EE UU”, escribe Hersh.

Hersh siempre apunta alto. Sus presas van de los Kennedy a Obama. Desde los primeros párrafos del artículo de London Review of Books, queda claro que el presidente es el objetivo: por engañar a los estadounidenses y por hacerlo con fines electoralistas.Vietnam, origen de su gloria periodística, fue la mayor humillación bélica de EE UU.
Tuvieron que pasar tres décadas para que Hersh publicase otra exclusiva del calibre de My Lai. Tortura en Abu Ghraib: soldados americanos maltrataron a iraquíes. ¿Quién es el máximo responsable? Este es el título del artículo publicado el 10 de mayo de 2004 en el semanario The New Yorker sobre las vejaciones infligidas a prisioneros de Irak en una cárcel cerca de Bagdad, ejemplo de todo lo que falló en la invasión y ocupación de Mesopotamia en 2003.
Hersh sostiene ahora que Bin Laden era prisionero en Abbotabad (Pakistán) desde 2006; que Arabia Saudí sufragaba el cautiverio; que EE UU lo supo por el chivatazo de un exagente de este país a cambio de 25 millones de dólares; que Washington pidió a Islamabad poder matar a Bin Laden bajo la amenaza de perder la millonaria ayuda estadounidense; que las autoridades paquistaníes estaban al corriente de la operación; y que Obama les traicionó al anunciarla antes de tiempo y al embellecerla.
El artículo se sostiene en el testimonio de un antiguo funcionario de la inteligencia de EE UU, que no da su nombre, y en un general retirado, Asad Durrani, que dirigió los servicios secretos paquistaníes a principios de los noventa. La complejidad de la conspiración que denuncia Hersh, en la que debieron participar decenas de personas de tres países, refuerza las dudas sobre su solidez. Si Pakistán custodiaba a Bin Laden y participaba en los planes de Washington, ¿por qué el arriesgado asalto de los Navy Seals en vez de un drone o una ejecución discreta? The New Yorker, patrón oro del periodismo más exigente y riguroso, rechazó publicar el reportaje de Hersh, según varias informaciones en la prensa estadounidense.
Sin fuentes anónimas no habría noticias incómodas. Pero contribuyen al juego de sombras
The New Yorker tampoco publicó otro artículo, que finalmente apareció en abril de 2014 en London Review of Books, en el que Hersh sugería que el responsable del ataque con armas químicas en las afueras de Damasco en el verano de aquel mismo año no era el régimen de Bachar El Asad, sino Turquía.
La información sobre la muerte de Bin Laden no es la primera de Hersh que topa con reacciones escépticas. En los años de la Administración Bush, Hersh publicó, también en The New Yorker, varios reportajes que sugerían que EE UU preparaba un ataque contra Irán. Nunca ocurrió. En los noventa publicó El lado oscuro de Camelot, un libro sobre los escándalos del presidente John F. Kennedy. Durante la investigación, Hersh utilizó un llamados papeles Cusack, unos documentos falsificados sobre la relación entre Kennedy y Marilyn Monroe. Al descubrirse a tiempo la falsificación, Hersh no llegó a incluir los documentos en el libro.
Lo máximo que el periodista puede ofrecer es un borrador, la mejor versión posible de la verdad en un momento concreto. Sin las fuentes anónimas, herramienta necesaria para los trabajos de reporteros como Hersh o Woodward, no habría periodismo de investigación, no habría revelaciones que incomodasen al poder. Pero las fuentes anónimas contribuyen al juego de sombras. ¿Quién habla? ¿Qué es verdad? ¿Qué es mentira? ¿Quién engaña a quién? ¿Por qué?

Más de 50 años después del asesinato de Kennedy en Dallas, siguen circulando todo tipo de teorías conspirativas. Algo parecido puede ocurrir con la muerte de Bin Laden. Si en algo coinciden la mayoría de críticos de la última primicia de Hersh y sus apologistas, es que la propia versión de la Administración Obama contiene suficientes contradicciones y vacíos como para ser escépticos. La historia se escribe a tientas.